Bretón, cuya autoestima es tan gigantesca como su
incapacidad para aceptar el fracaso, se creyó que había construido el crimen
perfecto con el que se vengaba de su ya ex esposa y realmente había escrito un
torpe relato que no sirve ni como argumento de una novela negra de las de leer
y tirar. El testimonio en audiencia pública de agentes y jefes de los distintos
departamentos policiales que intervinieron en la investigación es tan
contundente que no se sostiene en pie ni uno solo de los datos que Bretón fue
construyendo desde que ideó su terrible venganza.
No sé si fueron las prisas las que perdieron al hoy acusado
del doble asesinato o quizás su exceso de confianza o quien sabe si esa especie
de complejo de superioridad que le permitió hacerse creer que basta con reducir
a cenizas a sus dos hijos en un horno crematorio concienzudamente preparado y
alimentado con leña y combustible comprado por bidones; llegar a un parque
público, hacer un par de llamadas diciendo que ha perdido a sus dos hijos;
denunciarlo a los vigilantes del propio parque y dar vueltas tranquilamente por
el mismo para que la policía se lo crea.
O quizás piense que, una vez la policía en el escenario del
crimen basta con explicar que el horno en el que ha reducido a cenizas a los
dos niños es una fogata para quemar papeles de su ex mujer, de la que
despotrica ante los agentes; a los que cuenta sus machadas de alcoba como
imposición a la madre de sus hijos a la que sometes de forma vil; o, peor, las
hazañas en algún club de alterne próximo; o invitar a todos los agentes a
cenar, mientras ellos andan empeñados en encontrar a los niños que él sabe de sobra que nunca aparecerán.
Hasta es posible que llegara a creer que ya no se le podía
acusar de nada, cuando la antropóloga de Policía Científica había hecho una
pericia de resultado erróneo señalando los huesos hallados en la hoguera como
pertenecientes a roedores,
Pero mientras tanto, la policía seguía mirando el horno con
la convicción de que sus dimensiones, las temperaturas alcanzadas en el mismo,
aquella mesa metálica, incluso el hecho de que fuera rectangular en vez de
redondo, las ramas chamuscadas por el fuego de naranjos próximos y, sobre
todo, la actitud carente de la menor inquietud ni mucho menos pena de Bretón,
señalaba al fuego allí emprendido como el último sudario de los niños Ruth y
José.
Ni siquiera el cronograma elaborado minuciosamente por una
investigación policial que ya califiqué ayer de ejemplar vino a echar una mano
al relato de Bretón. Antes al contrario es una prueba más de su responsabilidad
en la desaparición de los niños, porque el acusado llamó a su hermano
anunciándole la desaparición de sus hijos antes incluso de que hubiera llegado
al parque donde él aseguraba que había perdido de vista a los niños, tal como
ha revelado hoy la jefa de homicidios de la Unidad de policía
judicial de la UDEV.
En efecto, el crimen que escribió en su mente Bretón no
sirve ni como argumento de una mala novela negra. Cabría decir que, inevitable
ya la desaparición de los dos hermanos, el crimen escrito por Bretón solo sirve
para la más dura condena prevista por nuestro ordenamiento jurídico.
(Por
cierto, pediría que se abstengan quienes tengan intención de quejarse de que
los periodistas estamos condenando a este frío criminal antes siquiera de que
el jurado pronuncie su veredicto o los celosos guardianes de no sé qué éticas
que siguen llamando a Bretón presunto asesino).
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