miércoles, 26 de junio de 2013

Una mala novela negra

Bretón, cuya autoestima es tan gigantesca como su incapacidad para aceptar el fracaso, se creyó que había construido el crimen perfecto con el que se vengaba de su ya ex esposa y realmente había escrito un torpe relato que no sirve ni como argumento de una novela negra de las de leer y tirar. El testimonio en audiencia pública de agentes y jefes de los distintos departamentos policiales que intervinieron en la investigación es tan contundente que no se sostiene en pie ni uno solo de los datos que Bretón fue construyendo desde que ideó su terrible venganza.

No sé si fueron las prisas las que perdieron al hoy acusado del doble asesinato o quizás su exceso de confianza o quien sabe si esa especie de complejo de superioridad que le permitió hacerse creer que basta con reducir a cenizas a sus dos hijos en un horno crematorio concienzudamente preparado y alimentado con leña y combustible comprado por bidones; llegar a un parque público, hacer un par de llamadas diciendo que ha perdido a sus dos hijos; denunciarlo a los vigilantes del propio parque y dar vueltas tranquilamente por el mismo para que la policía se lo crea.

O quizás piense que, una vez la policía en el escenario del crimen basta con explicar que el horno en el que ha reducido a cenizas a los dos niños es una fogata para quemar papeles de su ex mujer, de la que despotrica ante los agentes; a los que cuenta sus machadas de alcoba como imposición a la madre de sus hijos a la que sometes de forma vil; o, peor, las hazañas en algún club de alterne próximo; o invitar a todos los agentes a cenar, mientras ellos andan empeñados en encontrar a los niños que él sabe de sobra que nunca aparecerán.


Hasta es posible que llegara a creer que ya no se le podía acusar de nada, cuando la antropóloga de Policía Científica había hecho una pericia de resultado erróneo señalando los huesos hallados en la hoguera como pertenecientes a roedores,

Pero mientras tanto, la policía seguía mirando el horno con la convicción de que sus dimensiones, las temperaturas alcanzadas en el mismo, aquella mesa metálica, incluso el hecho de que fuera rectangular en vez de redondo, las ramas chamuscadas por el fuego de naranjos próximos y, sobre todo, la actitud carente de la menor inquietud ni mucho menos pena de Bretón, señalaba al fuego allí emprendido como el último sudario de los niños Ruth y José.

Ni siquiera el cronograma elaborado minuciosamente por una investigación policial que ya califiqué ayer de ejemplar vino a echar una mano al relato de Bretón. Antes al contrario es una prueba más de su responsabilidad en la desaparición de los niños, porque el acusado llamó a su hermano anunciándole la desaparición de sus hijos antes incluso de que hubiera llegado al parque donde él aseguraba que había perdido de vista a los niños, tal como ha revelado hoy la jefa de homicidios de la Unidad de  policía judicial de la UDEV.

En efecto, el crimen que escribió en su mente Bretón no sirve ni como argumento de una mala novela negra. Cabría decir que, inevitable ya la desaparición de los dos hermanos, el crimen escrito por Bretón solo sirve para la más dura condena prevista por nuestro ordenamiento jurídico.

(Por cierto, pediría que se abstengan quienes tengan intención de quejarse de que los periodistas estamos condenando a este frío criminal antes siquiera de que el jurado pronuncie su veredicto o los celosos guardianes de no sé qué éticas que siguen llamando a Bretón presunto asesino).

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