miércoles, 16 de marzo de 2016

Los pins de Ignacio González

Cuando solo había unos pequeños indicios de la crisis económica mundial que se hizo patente e insoportable a partir de 2008, contaban por los pasillos de Telemadrid la frase con la que el entonces vicepresidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, respondía a quienes señalaban el déficit de la televisión y radio públicas a pesar del contrato programa de casi 150 millones que el gobierno regional entregaba cada año a sus gestores: “¿Millones de déficit…? ¡Para la Comunidad eso son pins…!”.
A la vista de su observación y de lo que fuimos sabiendo después,  es lógico pensar que el poderoso vicepresidente de la Comunidad de Madrid coleccionaba pins con los que decorar su vida, que hasta entonces  era desde el punto de vista económico acorde con la de un técnico superior del Ayuntamiento de Madrid venido a más gracias a su excelente relación con Esperanza Aguirre, que había llegado a la Casa de la Villa como concejala en la oposición tras las elecciones locales de 1983. Cuando José María Aznar ganó las elecciones generales y nombró a Esperanza Aguirre primero ministra de Educación y luego presidenta del Senado, Ignacio González fue escalando puestos políticos a la sombra de la lideresa, que se lo llevó de número dos en las elecciones del “tamayazo”, con lo que, acabado el proceso y después de la victoria por mayoría absoluta de Aguirre en el proceso electoral que hubo que repetir, fue nombrado vicepresidente del gobierno regional, puesto que compatibilizó, entre otros, con la presidencia del Canal de Isabel II y la vicepresidencia del Comité Ejecutivo de Ifema, además del mando en plaza desde el Consejo Taurino, pasando por las numerosas empresas públicas de la Comunidad, como la Telemadrid de sus pins y la patronal madrileña, presidida por el espeso Arturo Fernández, al que no por casualidad calificaban de “ministro sin cartera” del gobierno regional de Madrid y que nombró a Lourdes Cavero, esposa de Ignacio González, adjunta a la presidencia de Ceim, naturalmente con un importante salario.
Poco a poco, el vicepresidente iba coleccionando pins. Conforme llegaba a los cargos las solapas de sus chaquetas se llenaban de singulares pins…, alguno de los cuales fue a buscarlo seguramente a Cartagena de Indias, en Colombia, escenario de un nunca aclarado episodio de espionaje, del que hay imágenes de todo un presidente del gobierno regional de Madrid con unas bolsas de plástico de El Corte Inglés con aspecto de contener no precisamente lo que conocemos como paquetes-regalo. Otros pins los obtenía en enfrentamientos con Alfredo Prada, empeñado éste en el megalómano proyecto de la Ciudad de la Justicia, con lo que a González no le resultó difícil laminarlo literalmente, y con  Francisco Granados, que también perdió el pulso cuando todos creían en la integridad del luego descubierto cabecilla de la Púnica, uno de los mayores casos de corrupción en la historia de la democracia española.
Pero ningún pin como el que se colocó en las solapas de su traje más preciado: un dúplex de lujo de 500 metros cuadrados y piscina privada en una de las urbanizaciones más lujosas de la Costa del Sol. No era, claro, una adquisición, porque  su destreza en las inversiones combinada con sus limitados ingresos no daban aún para la adquisición de semejante propiedad, sino que fue un alquiler que podríamos calificar de favor o quizás de influencia, aprovechando su puesto de vicepresidente de la Comunidad madrileña. Sea como fuera, la realidad es que el pobre vicepresidente, cuyo salario era de algo más de 80.000 euros líquidos al año, al que obviamente habría que sumar el de su esposa, solo pagaba 2.000 euros al mes por esos 500 metros cuadrados de lujazo en la Costa del Sol. Pin a pin, Ignacio y su esposa acabaron comprando el dúplex –es de suponer que desesperado el casero ante la escasa rentabilidad de su propiedad- en 770.000 euros, al parecer abonados con  hipoteca, ahorros y alguien filtró que también una supuesta indemnización de su mujer en un puesto que abandonó voluntariamente en la patronal española del sector eléctrico, a pesar de todo lo cual la adquisición de este pin de Ignacio González, siendo ya presidente del gobierno regional, es objeto de investigación de la Fiscalía Anticorrupción, porque alquiler y compraventa están relacionados con paraísos fiscales y testaferro californiano y coincide en el tiempo con algún pelotazo urbanístico en el área metropolitana de Madrid.
Es verdad también que ya para entonces, Ignacio González, habilidoso buscador de pins, se había hecho con otro de los que se han dado en llamar “casoplón”, en Aravaca, uno de los distritos residenciales de Madrid, en el que vivía en un piso de algo menos de 200 metros cuadrados. Pero encontró el pin de una vivienda unifamiliar con jardín y piscina privada, de casi 500 metros cuadrados construidos y escriturada por algo más de un millón de euros, aunque en los tiempos de su adquisición el precio de tasación fuera algo superior. Obviamente, de la limpieza de la residencia de los González-Cavero y de la atención al matrimonio y sus tres hijas, se ocupa el servicio, compuesto por dos personas.
También el ex presidente madrileño encontró y pagó puntualmente con pins los estudios de su hija mayor en el selecto Cunef (Colegio Universitario de Estudios Financieros), que luego completó en Estados Unidos; los de su hija mediana, en el Ceu San Pablo; y los de su hija pequeña, también en centro privado.
Hay otros pins del Ignacio González vicepresidente o presidente de la Comunidad, como es el abono a la temporada de ópera en el Real o la feria taurina de San Isidro en el coso de Las Ventas. Y alguno más anecdótico, pero significativo de la voracidad de pins que tiene: uno de los asistentes a una cena de cumpleaños que celebró en el “casoplón” en el que vive le regaló una pieza escultórica de algunos centenares de euros. Al día siguiente, domingo, el propio Ignacio González se presentó en la tienda con la escultura para cambiarla por un… ¡cheque regalo!. 

viernes, 11 de marzo de 2016

Cuando 75 años se quedan en nada

Resulta paradójico que lo mejor que haya visto, leído o escuchado de El Corte Inglés desde que comenzó la crisis económica sea la campaña de sus 75 años de historia. Parece como una tremenda mueca que el destino, disfrazado primero de la singular, paternalista y catastrófica gestión de Isidoro Álvarez, y después, a la muerte de éste, de las tensiones provocadas fundamentalmente por sus dos hijas y herederas, Marta y Cristina, frente a su primo, Dimas Gimeno, que sucedió a su tío como presidente de la empresa, haya hecho para que coincidiera el emblemático aniversario con el año en que herederos, pleitos entre la familia que monopolizó durante más de 60 años la propiedad, la vieja guardia que se aferra al despacho y a lo crudo que se lo llevan, los nuevos fichajes que ya han empezado a llevárselo, los  prestamistas que se hacen llamar inversores, la competencia –sobre todo la competencia bien hecha- y la deuda, sobre todo la deuda, estén empeñados en ponerle final a la más exitosa empresa española del siglo pasado.


Es verdad que tu historia y la mía es la historia de El Corte Inglés, como dice la magnífica campaña; pero no es menos cierto que los 75 años de El Corte Inglés se han quedado en nada. Consumido hasta los tuétanos por el hombre que sucedió a Don Ramón Areces y que al final de su vida, cuando la crisis en la empresa era ya evidente y se negociaba la venta de la financiera y la consecución de un crédito sindicado de casi 5.000 millones, le confiaba a uno de sus colaboradores más leales que “me siento muy solo”. Alguien añadirá que es como prefirió quedarse él, porque cuantos le rodearon tenían más interés en conservar sus espectaculares ingresos y prebendas antes de contradecir al presidente, que iba tropezando piedra tras piedra hasta dejar una empresa en la que, como puede leerse en el blog Euribor, de 5 Días, “se observan una serie de síntomas que hablan de unos problemas más profundos, que pueden tener más que ver con un modelo de negocio acabado”. Recuerda el blog que El Corte Inglés ha pasado de ser compradora de activos a vendedora y destaca la traición a su propia filosofía que supone haber tenido que dar entrada al multimillonario catarí Hamad Bin Jassen Bin Jaber Al Thani, que se hizo con un 12,25% del capital por 1.000 millones de euros, fondos que la empresa anunció que destinaría a amortizar endeudamiento.
La mayor dificultad de hacer frente a la situación es que tendría que pasar por el cierre de centros deficitarios, a lo que se resiste la vieja guardia, además de los planes ya anunciados de reducción de personal, a los que previsiblemente se acogerán cuantos tienen derecho al mismo porque –y así lo recuerda el blog de 5 Días- “los empleados de El Corte Inglés ya tienen lejos aquellos días en los que trabajar allí era un símbolo de prestigio que acarreaba una serie de ventajas sociales y económicas, ya que el contrato basura también ha entrado en la entidad hasta lo más hondo”.
Por si todo ello no fuera suficiente, las tensiones en el Consejo se evidencian día a día con un presidente, Dimas Gimeno, cuya capacidad de decisión nada tiene que ver con la que Don Ramón Areces construyó el imperio y con la que Isidoro Álvarez lo fue demoliendo error a error, con una contumacia digna de mejor causa, sin prever la explosión de la burbuja inmobiliaria y mucho menos la crisis; y, lo que es peor, pretendiendo hacer frente a modelos exitosos de grandes empresas de distribución (Inditex con Zara, Mercadona, hipermercados franceses o, en fin, el también galo Leroy Merlin y el sueco Ikea) sin apartarse un ápice del que empezaba a reventar por todas sus costuras y del que son buenas pruebas la “planta noble” de las oficinas centrales de la calle Hermosilla (atestada –y hasta apestada- de compromisos cuyo trabajo consistía en decir “sí, señor” al presidente); la Fundación Ramón Areces, convertida en singular puerta giratoria “para lo que haga falta” (repasemos jornadas, cursos, conferenciantes y naturalmente sus costes) o los periodistas con escandalosos ingresos (alguno de los beneficiados los llamaba “el pienso”) que hemos conocido por la torpeza de un director de Comunicación más preocupado por borrar el pasado que por construir el futuro.
Añádanse a todo ello las exigencias del socio catarí, sentado –no se olvide- en el Consejo, que estaría detrás de algunas recientes decisiones, como la venta de activos o el plan de prejubilaciones; el papel protagonista que reclaman las dos herederas, que suman mayoría en la cartera del 22,5 por 100 que heredaron de Isidoro Álvarez a partes iguales con su primo Dimas Gimeno, a lo que hay que añadir la Fundación Ramón Areces, poseedora de casi el 40 por 100 de la empresa y que igualmente manejan; y su ambición de hacerse incluso con la presidencia  que, según la siempre bien informada Hispanidad, decano de la prensa digital en nuestro país, les está llevando a un pacto con los  Areces expulsados del Consejo de Administración hace apenas seis meses y que han presentado demanda en los tribunales, lo que supone de hecho un pleito entre descendientes del fundador, algo insólito en los 75 años de vida de El Corte Inglés, que hasta tiene que responder a la acusación de un Areces por acoso laboral. Nada nuevo bajo el sol, podría responder alguno, no precisamente de apellido tan sonoro en la casa, que tuvo que acabar pidiendo la cuenta después de que su jefe, con importantes responsabilidades en la empresa, le mantuviera por provincias mientras conquistaba literalmente a la esposa del que luego resultaría acosado hasta verse obligado a marcharse, por supuesto ya divorciado.
Por eso escribía al principio que es verdad que  tu historia y la mía es su historia, pero los 75 años de El Corte Inglés se han quedado en nada


jueves, 10 de marzo de 2016

Orgullo de paciente



Hace no menos de siete años que comencé a conocer las excelencias de la Fundación Jiménez Díaz, esa vieja vecina de la Moncloa de mi infancia y adolescencia, a la que llamábamos “la concha” (Clínica de la Concepción), cuando nuestros juegos se reducían  a escalar ladrillos apilados con los que se cauterizaban las heridas que una incivil guerra había abierto en la colindante Universitaria, la zona más próxima al imposible “¡no pasarán!”. Fundada por el profesor Jiménez Díaz, concebida como clínica universitaria, dedicada a  tres campos fundamentales de las ciencias biomédicas (asistencia clínica, investigación y docencia), en la década de los noventa del pasado siglo fue atravesada por una tremenda crisis que amenazaba con su desaparición si no se encontraba a alguien con el valor y la imaginación necesarios como para sacar de la quiebra a la vieja “concha”. El peso de su propia historia, en la que se incluyen médic@s, enfermer@s y personal administrativo y auxiliar, fue decisivo para que ya en los comienzos de siglo acudiera al rescate una multinacional que firmó con la Comunidad de Madrid un acuerdo que, entre otras cosas, contemplaba la modernización del centro sanitario. Y ahí tenéis a la Fundación como hospital de referencia de la sanidad pública, como hospital universitario, que incluye escuela de enfermería, como centro de investigación y también como el mejor hospital de España, según el Índice de Excelencia Hospitalaria elaborado por el Instituto Coordenadas de Gobernanza y Economía Aplicada. Y es que la multinacional y también la Comunidad de Madrid añadieron algo a las condiciones del acuerdo: dejar la gestión en manos de los profesionales.

Diez años después, cuando uno siente el orgullo de ser paciente de un centro hospitalario modélico, recuerdo en mitad de la bruma de la memoria la frase de un compañero de juventud, que estudiaba Medicina, y que un día me dijo: “¿Sabes lo que es un médico?: Un proyecto de hospital”. Recorro ahora las dependencias de la Fundación Jiménez Díaz (honor sea dado al fundador, ya que solo queda de la Concepción el recuerdo y el nombre en la fachada principal) y comprendo la verdadera dimensión de la definición de mi viejo amigo.  En estos siete años de asistencias médicas en la Fundación he podido comprobarlo: en cada consulta, en cada revisión, en cada prueba diagnóstica podía verse el desarrollo de un proyecto. Ahí está el Servicio de Urgencias, que ha ido transformándose hasta convertirse en una de las “joyas de la corona”, con la firma, la vocación y la dedicación del doctor Blanco García, al que es fácil ver a “pie de obra” y que ha convertido el que por lógica tiene que ser el mayor centro de tensión de cualquier complejo hospitalario en una especie de “mar de la tranquilidad”, que forma parte del tratamiento del enfermo que acude alarmado por la alteración de su estado de salud. Al verlo se entiende que haya recibido el sello específico de la Fundación Ad Qualitatem, un distintivo por el que se reconocen los más elevados y exigentes estándares de calidad asistencial en Urgencias.


Podría reproducir de memoria el nombre de cada uno de los profesionales que me han atendido a lo largo de estos siete años. Para todos tengo palabras de agradecimiento, sin olvidar enfermeras (incluidas  las“conchitas”, procedentes de la admirada Escuela de Enfermería de la Fundación) y auxiliares. Pero déjenme señalar al doctor Villar Álvarez como gran referencia, no solo porque es ese profesional que cada uno tiene como “mi médico”,cuyo diagnóstico y cuya palabra son ley; es el “médico mío” en el sentido más posesivo de la expresión, y también en el sentido más excluyente porque todos los demás son el “especialista”, el “doctor tal o cual”, pero “mi médico” es único, es nuestro médico de cabecera, nuestro especialista en la enfermedad crónica que tenemos, nuestro confesor, nuestro psicólogo, nuestro consejero y nuestro amigo.
Me lo presentó y me lo recomendó la doctora Diana Sánchez Mellado, también neumóloga, una especie de torbellino de conocimientos, dedicación y simpatía, integrada ella en otro novedoso proyecto, la Unidad de Cuidados Intermedios Respiratorios, que trata de ralentizar el inevitable avance de los procesos crónicos.
Desde que intercambiamos las primeras palabras me di cuenta de que el doctor Villar era más que un proyecto de hospital; más bien me pareció y sigue pareciéndome dedicado en cuerpo y alma a ejecutar su proyecto de hospital. Cada cita con él es poco menos que una sesión clínica de la que forman parte otros médicos –probablemente residentes-, que no pierden palabra ni gesto de quien está revestido de la auctoritas (en el sentido romano de la palabra: legitimación socialmente reconocida que procede de un saber y que ostenta la persona o institución con capacidad moral para emitir una opinión cualificada sobre una decisión).
Debe rondar los cuarenta años y su tesis doctoral obtuvo la calificación de sobresaliente cum laude por unanimidad y mereció el Premio a la mejor Tesis Doctoral en Neumología y Cirugía Torácica de la Sociedad Madrileña Neumomadrid. Editor y autor de libros e incansable articulista en revistas científicas, jamás deja sin respuesta una pregunta que le hagas por elemental o absurda que sea, que suele acompañar de un dibujo para que despejes cualquier duda que te asalte. Los fines de semana son para él fines de semana en el hospital, ya sea acudiendo al mismo o telefoneando al servicio de enfermería para pedir los detalles de cada uno de sus pacientes ingresados. Desde luego, no es ajeno al premio Best in Class (BiC) a la excelencia a la atención al paciente que ha recibido el servicio de Neumología (por cierto, como otros cuatro de la Fundación), concedido por la Gaceta Médica y la Cátedra de Innovación y Gestión Sanitaria de la Universidad Rey Juan Carlos, que distinguen a las mejores unidades y servicios de la sanidad española, así como a sus profesionales. Como dijo al recoger el premio el máximo responsable de Neumología, doctor Nicolás González Mangado, “nuestro servicio tiene dos características principales: es equilibrado y busca la excelencia en todas sus secciones y unidades”.
Por esos territorios anda de sol a sol el doctor Villar Álvarez. Te lo puedes encontrar rodeado de discípulos en un despacho del servicio o pasando consulta y dialogando hasta el límite con el paciente o en comitiva seguido por residentes en su visita a los hospitalizados o preparando una ponencia para algún curso o congreso o, en fin, investigando con su participación en ensayos clínicos. En definitiva, realizando el proyecto de hospital que él es en sí mismo.
Recuerdo su entusiasmo cuando la Unidad de Cuidados Crónicos Respiratorios Ambulatorios (Uccra), otra exitosa iniciativa en la que él participa, fue galardonada con el Premio al Mejor Proyecto de Mejora de la Calidad Asistencial por la Asociación Madrileña de Calidad Asistencial (Amca). Las manos y los ojos formaban parte, al igual que sus palabras, de la descripción de un proyecto que, como señalaba Amca, mejora la seguridad y la calidad asistencial del paciente, lo que redunda en una mejora de los cuidados y de la salud: “¿Sabes –me preguntaba- lo que supone  para un paciente de Epoc tener  durante un mes  asistencia domiciliaria de enfermería, un hospital de día de apoyo y una consulta de Neumología de mañana y tarde? Fíjate que solo en los primeros cuatro meses del servicio se han reducido en un 30 por 100 los reingresos por agudización de los síntomas en pacientes con enfermedad pulmonar obstructiva crónica". Y seguía extendiéndose en explicaciones para que entendiera el principal objetivo  de la unidad, que es“reducir el reingreso de pacientes frágiles con Epoc, ya que así conseguiremos mejorar la calidad de vida y la supervivencia global de los pacientes (sagrado objetivo de los médicos), además del control de las enfermedades crónicas y sus comorbilidades”.
Ahora, cuando acudo a “la concha”, mi vieja vecina de Moncloa de juegos infantiles y de adolescencia, y me abro paso por la bruma de la memoria y por la historia de la Fundación Jiménez Díaz, me atrevo a pensar que, con toda seguridad, el profesor que proyectó este complejo hospitalario, convertido 75 años después en el mejor de España, sentiría de quienes desde entonces han ido tomando su testigo el orgullo que siento yo como paciente del mismo y de uno de los continuadores de su creación, el doctor Villar Álvarez.