Pero también cabría decir que con este régimen y con la Constitución que lo
regula hemos asistido al lamentable espectáculo de los bárcenas, los gürtel,
las cacerías de elefantes, el derroche, las corinnas, las corrupciones, los
institutosnoos, los “casoplones” en Pedralbes y los palacetes en Palma de
Mallorca para el presidente balear, las visaoro, las fórmulasuno por las calles
valencianas, las reformas de sedes de partidos con dinero negro, los sobres y
sus sobrecogedores, los aeropuertos sin
aviones, las televisiones de las manipulaciones, los créditos de imposible
devolución de las cajas de ahorro, las puertas giratorias de la sanidad pública,
los cállate que ahora nos toca a nosotros, los y tumás, los gabinetes de prensa
que avergonzarían a la más dócil prensa del movimiento, la caída en picado de
la credibilidad del periodismo, los políticos que cambian directores de medios e imponen
tertulianos.
Es verdad que existen notables
diferencias entre los apasionantes tiempos de 1975, con la llegada de la Monarquía, y estos de
esta España a la que, de pronto, han despertado de su sueño de pleno empleo,
del euro, del “give me two” que
cuentan en las tiendas de Nueva York que decían los españoles cuando iban a la Gran Manzana de turismo y
compraban todo a pares dado el ventajoso cambio con el dólar, del crédito para
piso-coche-y-vacaciones… La primera diferencia es que formamos parte
de los países libres y democráticos y, por tanto, somos gente
en el concierto internacional. Como he escrito recientemente, en aquellos
tiempos el locutor de la única televisión de España decía que a la ceremonia de
la proclamación de Don Juan Carlos como rey habían venido jefes de Estado, “como Augusto Pinochet, de Chile, y Hussein
de Jordania” y a muchos se nos caía la cara de vergüenza. Y hoy los sucesivos jefes
de gobierno de España y por supuesto el jefe del Estado reciben a los líderes
mundiales y son recibidos por ellos en igualdad de condiciones, es decir, en
igualdad de democracia y libertad. Y todo esto ha sido obra del Rey, que tuvo
el arrojo y la valentía de asumir la dificilísima tarea de dinamitar una
dictadura desde dentro, pero también ha sido obra de todos los españoles que le
acompañamos en ello. Obsérvese que he escrito del Rey y no de la monarquía, y
permitidme que acuda yo a otro mantra: este país está lleno de juancarlistas, pero los monárquicos no son tantos.
Los menos jóvenes probablemente
recuerden aquella manifestación en la
Plaza de Oriente, a la que tan aficionados eran los
entusiastas de la dictadura. La última fue después de las ejecuciones del 27 de
septiembre, con las que el régimen seguía saciando su hambre atrasada (como cantaría
luego Luis Eduardo Aute en ese himno que para algunos significa “Al alba”). Con
hambre atrasada de sangre, se entiende, y con el deseo de despedirse con más
fusilamientos, para que no se olvidara que su legitimidad no procedía de la paz sino
de la victoria, como le dice a su hijo el protagonista de Las bicicletas son para el verano, la obra de Fernán-Gómez. Aquella
manifestación de apoyo a la dictadura y al dictador y en respuesta a las protestas de las cancillerías de los países libres por las ejecuciones, fue saludada desde el balcón del Palacio Real por un Franco decrépito,
cuyo rostro anunciaba la muerte próxima que se produciría tan solo unas semanas
después. Y a la izquierda del dictador aparecía un joven Juan Carlos de Borbón,
vestido con uniforme militar.
Muerto el
dictador, al que, como yo suelo decir, matamos de muerte natural en la cama de
un hospital llamado La Paz
en conmemoración de los 25 años de la victoria en la guerra civil (fue
inaugurado en 1964), no hubo debate de monarquía o república. De sobra
sabíamos todos que el atado y bien atado
de Franco consistía en que años antes había nombrado sucesor, a título de Rey, a Juan Carlos de
Borbón. Pero el debate entonces era dictadura o democracia, como ha recordado
recientemente el líder de la UGT ,
Cándido Méndez. Quiero decir que nos daba igual quién ostentara la jefatura del
Estado, que lo que el país quería era un régimen de libertades, en el que no era
prioritaria la elección de forma de Estado. La prioridad era la libertad...
Y la libertad llegó. De la
mano del Rey Juan Carlos, de la mano de los españoles, de la mano de los
partidarios de la reforma política, que ganaron porque se impuso esa opción, y
también de los partidarios de la ruptura, que democráticamente perdieron su
opción pero que la defendieron hasta el límite. De los del Contubernio de Munich,
entre los que había socialistas, comunistas, pero también demócratascristianos
y liberales, y de los socialistas del interior (Isidoro dejó de ser un nombre
de la clandestinidad y apareció un espléndido Felipe González) y hasta de los
llamados azules, políticos
procedentes del régimen anterior, que se sumaron a la fiesta de la democracia,
y entre ellos, por cierto, estaba el propio Adolfo Suárez. Faltaba la libertad
de partidos políticos y llegó Santiago Carrillo con peluca y con la connivencia
del gobierno de Suárez que legalizó el Partido Comunista de España aquel Sábado
Santo que algunos convirtieron en el metalenguaje al uso en Sábado Rojo. Sin olvidar la
mágica operación del referéndum de la reforma política, con Torcuato Fernández
Miranda de gran gurú, con la que el último vestigio de las Cortes de Franco se
hacía el harakiri y encima se aplaudía a sí mismo. Y se multiplicaban los juancarlistas en España al mismo tiempo que se
multiplicaban los demócratas. Hasta Felipe González dimitió de su cargo como
secretario general socialista y convocó un congreso extraordinario, en el que
el PSOE abandonó el marxismo y con él su reivindicación republicana y la
bandera tricolor.
Lo demás está más reciente.
Incluso la intentona golpista del 23 de febrero de 1981, cuando el Rey de
España prestó a nuestro país el mejor servicio de sus 39 años de reinado,
porque fueron sus palabras como Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas lo que nos
devolvió la libertad amenazada con el secuestro de su principal símbolo, el
Congreso de los Diputados en Pleno, por un grupo de guardias civiles al mando
de un teniente coronel de opereta al que alguien metió en una aventura que
tenía como objeto devolvernos a otro oscuro túnel de una dictadura..
Y ahora empieza una nueva
etapa. En medio de una tremenda crisis institucional. Con la credibilidad de la
clase política por los suelos, junto con la de todos los poderes, incluido, el cuarto, que
es el nuestro, el de los periodistas y sus medios, el Rey abdica. De acuerdo
con la Constitución ,
su hijo Felipe le sucederá en la
Jefatura del Estado. Y de sobra sabe él que 39 años después,
este país sigue siendo tan poco monárquico como en 1976 y cada vez menos
juancarlista. Así que tendrá que ponerse a la tarea de sumar felipistas a su causa, y me gustaría
creer que conoce el camino.
Pero eso no impide que, con
mayor o menor fortuna –y no ha sido mucha la que han tenido Cayo Lara, de
Izquierda Unida, y Pablo Iglesias, de Podemos,
en sus expresiones-, se pida un referéndum sobre si Monarquía o República. Pero
la respuesta no es el mantra de “no
olvidemos que este régimen…”, etcétera, sino que el mantra está escrito en el Artículo 168 de la
Constitución que contempla su propia revisión total o, entre
otras, la del Título II (De la
Corona ), para lo que “se
procederá a la aprobación del principio por mayoría de dos tercios de cada
Cámara”…
Y una simple operación
aritmética permite resolver que esa modificación tendría que ser aprobada por 233
diputados y 177 senadores, pero en ningún sitio aparece que no se pueda reclamar esa reforma, que, en efecto, tendría que ser ratificada finalmente en un referéndum.
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