miércoles, 4 de junio de 2014

De dictadura o democracia a monarquía o república

Antes el mantra era lo de que los discrepantes se presenten a las elecciones si quieren intervenir en la vida política. Como si los ciudadanos fuéramos seres sin otro derecho que el de votar cada cuatro años o cuando les pete a los políticos de turno adelantar las elecciones. Y ahora, cuando legítimamente e incluso lógicamente se cuestiona la monarquía, el mantra es lo de “no olvidéis que este régimen es el que os permite expresar vuestra condición republicana e incluso el que os permite demandar un referéndum sobre el modelo de Estado”. ¿Y…?, cabría preguntarse. ¡Hasta ahí podíamos llegar…! Y bien entendido que solo desde la total ignorancia o la mala fe se puede negar que este régimen y la Constitución que lo regula es el que ha permitido el mayor período de libertad que ha vivido España en toda su historia.

Pero también cabría decir que con este régimen y con la Constitución que lo regula hemos asistido al lamentable espectáculo de los bárcenas, los gürtel, las cacerías de elefantes, el derroche, las corinnas, las corrupciones, los institutosnoos, los “casoplones” en Pedralbes y los palacetes en Palma de Mallorca para el presidente balear, las visaoro, las fórmulasuno por las calles valencianas, las reformas de sedes de partidos con dinero negro, los sobres y sus sobrecogedores,  los aeropuertos sin aviones, las televisiones de las manipulaciones, los créditos de imposible devolución de las cajas de ahorro, las puertas giratorias de la sanidad pública, los cállate que ahora nos toca a nosotros, los y tumás, los gabinetes de prensa que avergonzarían a la más dócil prensa del movimiento, la caída en picado de la credibilidad del periodismo, los políticos que cambian directores de medios e imponen tertulianos.

Es verdad que existen notables diferencias entre los apasionantes tiempos de 1975, con la llegada de la Monarquía, y estos de esta España a la que, de pronto, han despertado de su sueño de pleno empleo, del euro, del “give me two” que cuentan en las tiendas de Nueva York que decían los españoles cuando iban a la Gran Manzana de turismo y compraban todo a pares dado el ventajoso cambio con el dólar, del crédito para piso-coche-y-vacaciones… La primera diferencia es que formamos parte de los países libres y democráticos y, por tanto, somos gente en el concierto internacional. Como he escrito recientemente, en aquellos tiempos el locutor de la única televisión de España decía que a la ceremonia de la proclamación de Don Juan Carlos como rey habían venido jefes de Estado, “como Augusto Pinochet, de Chile, y Hussein de Jordania” y a muchos se nos caía la cara de vergüenza. Y hoy los sucesivos jefes de gobierno de España y por supuesto el jefe del Estado reciben a los líderes mundiales y son recibidos por ellos en igualdad de condiciones, es decir, en igualdad de democracia y libertad. Y todo esto ha sido obra del Rey, que tuvo el arrojo y la valentía de asumir la dificilísima tarea de dinamitar una dictadura desde dentro, pero también ha sido obra de todos los españoles que le acompañamos en ello. Obsérvese que he escrito del Rey y no de la monarquía, y permitidme que acuda yo a otro mantra: este país está lleno de juancarlistas, pero los monárquicos no son tantos.


Los menos jóvenes probablemente recuerden aquella manifestación en la Plaza de Oriente, a la que tan aficionados eran los entusiastas de la dictadura. La última fue después de las ejecuciones del 27 de septiembre, con las que el régimen seguía saciando su hambre atrasada (como cantaría luego Luis Eduardo Aute en ese himno que para algunos significa “Al alba”). Con hambre atrasada de sangre, se entiende, y con el deseo de despedirse con más fusilamientos, para que no se olvidara que su legitimidad no procedía de la paz sino de la victoria, como le dice a su hijo el protagonista de Las bicicletas son para el verano, la obra de Fernán-Gómez. Aquella manifestación de apoyo a la dictadura y al dictador y en respuesta a las protestas de las cancillerías de los países libres por las ejecuciones, fue saludada desde el balcón del Palacio Real por un Franco decrépito, cuyo rostro anunciaba la muerte próxima que se produciría tan solo unas semanas después. Y a la izquierda del dictador aparecía un joven Juan Carlos de Borbón, vestido con uniforme militar.

Muerto el dictador, al que, como yo suelo decir, matamos de muerte natural en la cama de un hospital llamado La Paz en conmemoración de los 25 años de la victoria en la guerra civil (fue inaugurado en 1964), no hubo debate de monarquía o república. De sobra sabíamos todos que el atado y bien atado de Franco consistía en que años antes había nombrado sucesor, a título de Rey, a Juan Carlos de Borbón. Pero el debate entonces era dictadura o democracia, como ha recordado recientemente el líder de la UGT, Cándido Méndez. Quiero decir que nos daba igual quién ostentara la jefatura del Estado, que lo que el país quería era un régimen de libertades, en el que no era prioritaria la elección de forma de Estado. La prioridad era la libertad...

Y la libertad llegó. De la mano del Rey Juan Carlos, de la mano de los españoles, de la mano de los partidarios de la reforma política, que ganaron porque se impuso esa opción, y también de los partidarios de la ruptura, que democráticamente perdieron su opción pero que la defendieron hasta el límite. De los del Contubernio de Munich, entre los que había socialistas, comunistas, pero también demócratascristianos y liberales, y de los socialistas del interior (Isidoro dejó de ser un nombre de la clandestinidad y apareció un espléndido Felipe González) y hasta de los llamados azules, políticos procedentes del régimen anterior, que se sumaron a la fiesta de la democracia, y entre ellos, por cierto, estaba el propio Adolfo Suárez. Faltaba la libertad de partidos políticos y llegó Santiago Carrillo con peluca y con la connivencia del gobierno de Suárez que legalizó el Partido Comunista de España aquel Sábado Santo que algunos convirtieron en el metalenguaje al uso en Sábado Rojo. Sin olvidar la mágica operación del referéndum de la reforma política, con Torcuato Fernández Miranda de gran gurú, con la que el último vestigio de las Cortes de Franco se hacía el harakiri y encima se aplaudía a sí mismo. Y se multiplicaban los juancarlistas en España al mismo tiempo que se multiplicaban los demócratas. Hasta Felipe González dimitió de su cargo como secretario general socialista y convocó un congreso extraordinario, en el que el PSOE abandonó el marxismo y con él su reivindicación republicana y la bandera tricolor.

Lo demás está más reciente. Incluso la intentona golpista del 23 de febrero de 1981, cuando el Rey de España prestó a nuestro país el mejor servicio de sus 39 años de reinado, porque fueron sus palabras como Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas lo que nos devolvió la libertad amenazada con el secuestro de su principal símbolo, el Congreso de los Diputados en Pleno, por un grupo de guardias civiles al mando de un teniente coronel de opereta al que alguien metió en una aventura que tenía como objeto devolvernos a otro oscuro túnel de una dictadura..

Y ahora empieza una nueva etapa. En medio de una tremenda crisis institucional. Con la credibilidad de la clase política por los suelos, junto con la  de todos los poderes, incluido, el cuarto, que es el nuestro, el de los periodistas y sus medios, el Rey abdica. De acuerdo con la Constitución, su hijo Felipe le sucederá en la Jefatura del Estado. Y de sobra sabe él que 39 años después, este país sigue siendo tan poco monárquico como en 1976 y cada vez menos juancarlista. Así que tendrá que ponerse a la tarea de sumar felipistas a su causa, y me gustaría creer que conoce el camino.

Pero eso no impide que, con mayor o menor fortuna –y no ha sido mucha la que han tenido Cayo Lara, de Izquierda Unida, y Pablo Iglesias, de Podemos, en sus expresiones-, se pida un referéndum sobre si Monarquía o República. Pero la respuesta no es el mantra de “no olvidemos que este régimen…”, etcétera, sino que el mantra está escrito en el Artículo 168 de la Constitución que contempla su propia revisión total o, entre otras, la del Título II (De la Corona), para lo que “se procederá a la aprobación del principio por mayoría de dos tercios de cada Cámara”

Y una simple operación aritmética permite resolver que esa modificación tendría que ser aprobada por 233 diputados y 177 senadores, pero en ningún sitio aparece que no se pueda reclamar esa reforma, que, en efecto, tendría que ser ratificada finalmente en un referéndum.


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